martes, 27 de septiembre de 2016

La pobreza que mata: el suicidio de una madre mexicana que se llevó a sus hijos

Tomado de: Vice News
Nadie muere de hambre. Se muere de pobreza, como le pasó a Sol y sus hijos.
Esa muerte comienza con el primer día de un estómago vacío, cuando las piernas y los brazos se debilitan. Los niveles de azúcar caen y sube a la cabeza un dolor punzante. Si la falta de comida persiste, el organismo oxida la cetona y los ácidos grasos que están en la reserva del cuerpo. El pensamiento se nubla, el ánimo decae, el agotamiento se instala. El cuerpo desintegra las proteínas de los músculos. Duelen las articulaciones, los ligamentos, el pecho y los ojos pierden brillo. La falta de alimentos golpea al hígado, los riñones, el bazo. Arde el estómago, el corazón amartilla con taquicardias, los pulmones se aletargan. No hay vigor para caminar, para trabajar o para hablar. El cuerpo enfermo contagia a los sentimientos y una profunda depresión nubla al que sufre. La comida se vuelve un pensamiento obsesivo que desespera y obliga a repensar la vida, pero eso se hace postrado en una cama o en el piso, porque las corvas ya no tienen cómo mantenerse firmes.
Se enciende el modo de supervivencia y el famélico siente como si el cuerpo se mordiera a sí mismo para convertir las entrañas en combustible. Se acumulan fluidos que inflan los pies, las muñecas, el vientre. La piel se reseca, las uñas se quiebran, los dientes se destemplan, el cabello se cae cada vez que la angustia hace que las manos vayan a la cabeza. La mente sufre con las alucinaciones, la pérdida de memoria, la desorientación de tiempo y espacio. A esas alturas, el estómago está hecho un desastre. Ni siquiera un bocado puede paliar el sufrimiento. Las únicas opciones son la alimentación intravenosa o la muerte.
El fin llega entre los próximos 20 y 40 días sin alimentos. El final de la agonía es incierto: nadie muere de hambre, sino de hipotermia, un infarto cardiaco o un paro pulmonar. Lo único seguro es que será una muerte dolorosa a la que se llega con el cuerpo colapsado, un final indigno para cualquier ser humano.
¿La joven Sol sabía que eso sufre una persona, cuando la pobreza extrema la ahorca? ¿Conocía el dolor físico y emocional que causa no tener lo indispensable?
¿Eligió suicidarse y matar a sus hijos para no tener que sufrir ese final?

Huele a muerte

La mañana del 30 de agosto de 2016, los habitantes del fraccionamiento Los Agaves, en el municipio de Tlajomulco, Jalisco, al occidente de México, se despertaron envueltos en un olor nauseabundo.
Mientras dormían, un olor fétido se había metido a sus casas por los barrotes de las ventanas y debajo de las puertas, y había impregnado la ropa de cama, los trastes que escurrían, los cuadernos en las mochilas, todo lo que estuviera en contacto con el aire. Siete días antes había comenzado un ligero mal olor, pero ese martes se había transformado en un manto invisible que provocaba arcadas. El aroma había avanzado en los días que el vecindario de casas de interés social se negaba a decir lo que la mayoría pensaba: huele a muerte y el origen es la casa de Sol, de 35 años, y de sus hijos Alberto, de 14, y Óscar, de 7.
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